La de Lucia Berlin es una escritura cándida, aunque cuente lo oscuro; es elemental, pero nada ingenua; de un humor sutil, que va al hueso y se desliza con naturalidad, en lo mejor de la línea realista, dura, norteamericana de Carver, Cheever, Hemingway. Las dos selecciones -Manual para mujeres de la limpieza (2019) y Una noche en el paraíso (2016)- se convirtieron en un imprescindible rescate de los setenta y pico de cuentos que publicó en diferentes revistas entre los ’60 y los ‘80: escribía sobre la soledad, el alcohol, los vínculos familiares, el amor y el desamor, los empleos, la metrópolis. Bienvenida a casa. Apuntes biográficos, fotografías y cartas escogidas es la tercera antología de su obra. No ya una vida parapetada detrás de la ficción, sino un modo de la autobiografía fragmentaria. Lo dice Jeff, uno de sus hijos -quien tuvo a su cargo la clasificación del material- en el prólogo: Bienvenida a casa es “una sucesión de recuerdos de los lugares donde se había sentido en casa”.
Dividido en dos grandes secciones, la primera guarda fotografías y memorias dispersas, los textos en los que estaba trabajando al morir en 2004: desde su nacimiento en Alaska pasando por la niñez (“la primera palabra que dije fue luz”), las múltiples mudanzas, hogares, paisajes, parejas, la llegada de los hijos; EEUU, Chile, México; incluido el capítulo “Los problemas de todas las casas en las que he vivido”, cuatro graciosas páginas con detalles de los típicos problemas habitacionales de una mujer que viva con lo puesto sobre lo ya instalado. La segunda parte -“cartas escogidas 1944-1965”- es epistolar, cartas que enviaba a su amigo el profesor de Lengua y literatura Edward Dorn. Detrás de eso, la búsqueda: ordenar el caos, reafirmar el pasado reciente, bucear en lo lejano, recuperar aromas, vivencias, sostenerse frente al pánico del presente, enumerar, hacer un recuento; la vida constituida por peripecias, un inventario de objetos y acciones cotidianas. Si para Berlin leer es “un consuelo íntimo”, para nosotros leerla a ella es exactamente lo mismo.
Dividido en dos grandes secciones, la primera guarda fotografías y memorias dispersas, los textos en los que estaba trabajando al morir en 2004: desde su nacimiento en Alaska pasando por la niñez (“la primera palabra que dije fue luz”), las múltiples mudanzas, hogares, paisajes, parejas, la llegada de los hijos; EEUU, Chile, México; incluido el capítulo “Los problemas de todas las casas en las que he vivido”, cuatro graciosas páginas con detalles de los típicos problemas habitacionales de una mujer que viva con lo puesto sobre lo ya instalado. La segunda parte -“cartas escogidas 1944-1965”- es epistolar, cartas que enviaba a su amigo el profesor de Lengua y literatura Edward Dorn. Detrás de eso, la búsqueda: ordenar el caos, reafirmar el pasado reciente, bucear en lo lejano, recuperar aromas, vivencias, sostenerse frente al pánico del presente, enumerar, hacer un recuento; la vida constituida por peripecias, un inventario de objetos y acciones cotidianas. Si para Berlin leer es “un consuelo íntimo”, para nosotros leerla a ella es exactamente lo mismo.
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