martes, 26 de octubre de 2021

Mejor lejos de los mitos

Por Hernán Carbonel

No llegué a cursar Gráfica III con Martín Malharro simplemente porque no llegué a cursar el último año. Abandoné antes la carrera, un poco por mis propias incapacidades como alumno, sobre todo por la crisis de 2001, que dejó a buena parte de la ciudad de La Plata y al país entero mirando hacia el fondo del pozo.

Sí recuerdo ir hasta el final del famoso pasillo de calle 44, casi al borde de la escalera, y ver el mítico salón donde él daba clases, con sus máquinas de escribir ordenadas en cuatro o cinco perfectas hileras horizontales: bastaba pasar por la puerta de esa aula para saber que ahí se craneaban grandes cosas; la libido intelectual flotaba en el aire.

Pero sí me di el gusto de hacer un seminario de literatura policial con Martín. Y puedo decir que grande parte de lo que sé del género –que no es poco, porque hay que ser un poquitín necio para no apreciar la relevancia del policial como espejo de la sociedad en la que vivimos– lo sé gracias a Malharro.

Recuerdo sus tazas de café en el escritorio, el cigarro en la mano (¡en esa época se podía fumar en las aulas!), el bigote mostacho adelantándose por unos centímetros al resto del cuerpo. Y su voz: no me pidan que la describa; no podría; pero si volviera a escucharla, en medio de otras miles y miles de voces que he escuchado desde los ’90 hasta acá, la identificaría invariablemente.

De aquel seminario recuerdo más de lo que yo mismo podría creer. Voy con algunas:

El sabor amargo de la derrota en todo final de novela negra (eso está en Calibre .45 casi textualmente). La ubicación en la página de esa hermosa frase de El largo adiós que el Gordo Soriano usó para su Triste, solitario y final. La anécdota que el Tano Dal Masetto le había contado sobre Siempre es difícil volver a casa, la noticia que había leído en un diario de Río de Janeiro sobre un robo tipo comando en un pueblo cercano, mientras tomaba sol en la playa. Su preferencia por el hard-boiled norteamericano por sobre los entreveros en formato inglés. El enigma de El enigma de la calle Arcos, considerada la primera gran novela de género policial en Argentina, y el halo de misterio que rodeaba a su autor, ya que claramente Sauli Lostal era un seudónimo.

Y así podría seguir horas y horas.

Pero mejor, para terminar, una anécdota que contó en una de las últimas clases de aquel seminario, de pie en medio del pasillo, entre dos filas de bancos, de espaldas a la puerta, mientras por la ventana el sol entraba desde Avenida 44 y regaba la clase con un aura sugerente: no por tomar whisky como Raymond Chandler vas a escribir como Raymond Chandler. Primero escribí, después bebé. O bebé mientras escribas, pero escribí. Eso, o algo así, dijo. Había tenido Martín un amigo que había caído bajo la telaraña de esa falsa construcción, pero en vez de haberse convertido en autor novelas policiales, terminó como parrillero en un restaurante a la vera de la ruta cerca de Dolores.

No importaba si la anécdota era real o ficticia. Lo que importaba era que Martin nos estaba diciendo que no nos enamoráramos de los mitos; que escribiéramos sin mitificar la literatura ni mitificarnos a nosotros mismos.

Bueno, acá estamos, entonces, nosotros, leyéndolo a Martín. No tenemos una parrilla cerca de Dolores ni somos parrilleros, aunque cultivemos el sagrado rito de hacer asado; no nos convertimos en grandes autores del género policial y, a qué mentirse, cada tanto nos tomamos nuestros buenos wiskis, pero sí hay un hecho insoslayable, y es que aprendimos a leer el género policial con ojos que no serían lo que son si no hubieran pasado por los suyos.

Los martes en que aprendimos a escribir

Por Joaquín Hidalgo

Un duro de peluche. Así lo definió Wenceslao en aquel turbulento 2001, alumno como yo de Gráfica 3, la materia que dictaba, pucho en mano, Martín Malharro. Sin querer o queriendo, vaya uno a saber ahora, echaba mano del viejo truco de describirlo como nos había enseñado el propio Malharro.

La materia la cursábamos los martes a la noche. Y salíamos en tal estado de excitación que, indefectiblemente, cada martes de aquel año de mierda terminábamos haciendo una vaquita para tirar un pedazo de carne al horno –único día en que los estudiantes nos dábamos ese gusto– y comprar varias botellas de vino.

Esa cena era un recreo y era también un ritual. En esa casa de estudiantes todos cursábamos con Malharro y todos, al día siguiente, empezábamos a leer como posesos una cantidad de textos que parecía imposible, literatura policial casi toda, de la negra y de las otras, tal cantidad de libros que nunca habíamos digerido antes en nuestras vidas. Así se aprendía a escribir, decía Malharro.

Es que leer es escribir, decía más o menos, pero para escribir hay que saber que la materia que se tiene entre manos es tan artificiosa como construir una pared de ladrillos. “Si falla una palabra, falla la pared”, decía Malharro. Y en unas clases cuya dinámica sería hoy cuestionada no sin razón por el progresismo del bienestar, nos hacía pedazos con sarcasmos y ocurrencias sobre la falsa escuadra de nuestros muros, lo ingenuo de las metáforas y el inútil esfuerzo de bocetar en las páginas algo parecido a una literatura creíble.

Ya desde el primer ejercicio fue lapidario y dio el tono de toda la materia. Había que describir el frente de la escuela primaria. “Hacer periodismo narrativo es describir”, ensañaba. En cinco líneas y cinco minutos había que meter esa escuela en la página. La mía había sido una escuela más o menos modelo dentro de las públicas de Mendoza. Y escribí algo sobre el frente de esa escuela que me parecía le hacía justicia.

Malharro se acercó y, con el pucho que sostenía entre el índice y el dedo corazón, me señaló: “A ver vos, leé”. Debo haber puesto cara de Rodolfo Walsh en esa foto clásica en que se lo ve con la cámara colgada al cuello y me tiré al recuerdo que decía la página como si estuviera narrando un golpe de estado o un asalto a cualquier Moncada. Esa era la tensión que generaba Malharro. Tensión que cuando terminé de leer se convirtió en un silencio de plomo.

El tipo se pasó la misma mano con el mismo pucho por la calva, calibrando el texto con su bigote tupido a lo Nietzsche; y sorbiendo fuerte los mocos, disparó a quemarropa:

–Es una bosta. Una escuela de mierda –dijo– Una en la que estudió Heidi. Empezá de nuevo.

A la cuarta vez que escribí el frente de la escuela, entre humillado y desafiado –esa es una magia que algunos maestros saben manejar– emergió del papel tal como la debía ver un lector. Un raro prodigio en esa hoja ver la escuela Domingo Faustino Sarmiento, con su arquitectura de la década de 1950 desentonando en un barrio residencial, el patio de baldosones rojos que huele a lampazo y kerosén, en el que los únicos datos de una escuela pública de provincia son el mástil y el bebedero azul al que le faltan algunas venecitas.

En cada uno de esos martes de parir tinta, de ensayar metáforas geniales que eran en verdad mediocres y de largas cenas catárticas de vino y carne, a trompada limpia con la literatura negra aprendimos a escribir. Pero sobre todo aprendimos a leer bien. A ver el artificio del albañil que hace que la pared sea algo más que una pila de ladrillos.

En los años que siguieron alguna vez me lo crucé en el Británico –una suerte de oficina para Malharro– y pesqué algunos textos que escribió en diarios y revistas, a los que calibré por la magia de su artificio acordándome del juicioso bigote. Me entristeció su muerte tiempo atrás. Cuando nos vemos con los periodistas que cursaron Gráfica 3 siempre recordamos alguna anécdota de la cursada. Perecía un tipo de bronce por los gestos duros y fríos con los que nos proponía ser mejores escritores, pero los cenadores de aquellos martes de 2001 sabíamos que Martín Malharro era, ante todo, un duro de peluche.

 

lunes, 25 de octubre de 2021

Autor del mes: Martín Arturo Malharro

Martín Arturo Malharro nació en 1952 y murió en 2015. Periodista, novelista y docente, bisnieto del reconocido ilustrador, pintor, crítico y pedagogo Martín Malharro. Fue uno de los docentes más destacados en la Facultad de Comunicación Social de la UNLP. Trabajó en diferentes agencias de noticias y recorrió varios continentes como cronista, donde cubrió distintos conflictos bélicos, sociales y tribales. Trabajó en El Porteño, Siete Días, Página/30 y Humor, y publicó una serie de libros sobre la historia de los medios gráficos y los derechos humanos. Su tetralogía de novelas “La balada del Británico” está compuesta por Banco de niebla, Calibre.45, Carne seca y Cartas marcadas.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Autor del mes: Tomás Downey

 

Tomás Downey nació en la ciudad de Buenos Aires en 1984. Es narrador, docente, traductor y guionista. Publicó los libros de cuento Acá el tiempo es otra cosa (2015) El lugar donde mueren los pájaros (2017) y Flores que se abren de noche (2021). Fue primer premio del Fondo Nacional de las Artes, finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, beca del Fondo Nacional de las Artes y ganador del primer concurso de literatura de la Fundación María Elena Walsh. Participó en varias antologías y publicó relatos y artículos en medios gráficos de Argentina, Uruguay, Colombia, Costa Rica, España y Estados Unidos.