martes, 26 de octubre de 2021

Los martes en que aprendimos a escribir

Por Joaquín Hidalgo

Un duro de peluche. Así lo definió Wenceslao en aquel turbulento 2001, alumno como yo de Gráfica 3, la materia que dictaba, pucho en mano, Martín Malharro. Sin querer o queriendo, vaya uno a saber ahora, echaba mano del viejo truco de describirlo como nos había enseñado el propio Malharro.

La materia la cursábamos los martes a la noche. Y salíamos en tal estado de excitación que, indefectiblemente, cada martes de aquel año de mierda terminábamos haciendo una vaquita para tirar un pedazo de carne al horno –único día en que los estudiantes nos dábamos ese gusto– y comprar varias botellas de vino.

Esa cena era un recreo y era también un ritual. En esa casa de estudiantes todos cursábamos con Malharro y todos, al día siguiente, empezábamos a leer como posesos una cantidad de textos que parecía imposible, literatura policial casi toda, de la negra y de las otras, tal cantidad de libros que nunca habíamos digerido antes en nuestras vidas. Así se aprendía a escribir, decía Malharro.

Es que leer es escribir, decía más o menos, pero para escribir hay que saber que la materia que se tiene entre manos es tan artificiosa como construir una pared de ladrillos. “Si falla una palabra, falla la pared”, decía Malharro. Y en unas clases cuya dinámica sería hoy cuestionada no sin razón por el progresismo del bienestar, nos hacía pedazos con sarcasmos y ocurrencias sobre la falsa escuadra de nuestros muros, lo ingenuo de las metáforas y el inútil esfuerzo de bocetar en las páginas algo parecido a una literatura creíble.

Ya desde el primer ejercicio fue lapidario y dio el tono de toda la materia. Había que describir el frente de la escuela primaria. “Hacer periodismo narrativo es describir”, ensañaba. En cinco líneas y cinco minutos había que meter esa escuela en la página. La mía había sido una escuela más o menos modelo dentro de las públicas de Mendoza. Y escribí algo sobre el frente de esa escuela que me parecía le hacía justicia.

Malharro se acercó y, con el pucho que sostenía entre el índice y el dedo corazón, me señaló: “A ver vos, leé”. Debo haber puesto cara de Rodolfo Walsh en esa foto clásica en que se lo ve con la cámara colgada al cuello y me tiré al recuerdo que decía la página como si estuviera narrando un golpe de estado o un asalto a cualquier Moncada. Esa era la tensión que generaba Malharro. Tensión que cuando terminé de leer se convirtió en un silencio de plomo.

El tipo se pasó la misma mano con el mismo pucho por la calva, calibrando el texto con su bigote tupido a lo Nietzsche; y sorbiendo fuerte los mocos, disparó a quemarropa:

–Es una bosta. Una escuela de mierda –dijo– Una en la que estudió Heidi. Empezá de nuevo.

A la cuarta vez que escribí el frente de la escuela, entre humillado y desafiado –esa es una magia que algunos maestros saben manejar– emergió del papel tal como la debía ver un lector. Un raro prodigio en esa hoja ver la escuela Domingo Faustino Sarmiento, con su arquitectura de la década de 1950 desentonando en un barrio residencial, el patio de baldosones rojos que huele a lampazo y kerosén, en el que los únicos datos de una escuela pública de provincia son el mástil y el bebedero azul al que le faltan algunas venecitas.

En cada uno de esos martes de parir tinta, de ensayar metáforas geniales que eran en verdad mediocres y de largas cenas catárticas de vino y carne, a trompada limpia con la literatura negra aprendimos a escribir. Pero sobre todo aprendimos a leer bien. A ver el artificio del albañil que hace que la pared sea algo más que una pila de ladrillos.

En los años que siguieron alguna vez me lo crucé en el Británico –una suerte de oficina para Malharro– y pesqué algunos textos que escribió en diarios y revistas, a los que calibré por la magia de su artificio acordándome del juicioso bigote. Me entristeció su muerte tiempo atrás. Cuando nos vemos con los periodistas que cursaron Gráfica 3 siempre recordamos alguna anécdota de la cursada. Perecía un tipo de bronce por los gestos duros y fríos con los que nos proponía ser mejores escritores, pero los cenadores de aquellos martes de 2001 sabíamos que Martín Malharro era, ante todo, un duro de peluche.

 

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