martes, 8 de septiembre de 2020

Stoner, de John Williams


Hay ocasiones en que suena excesivo, cuando no sospechoso, que una obra sea recomendada tanto por la crítica literaria, aquellos amigos lectores que nos rodean o las consabidas fajas de “décima edición”. O es un clásico en potencia o huele a opereta de marketing, y es entonces cuando urge leer por fuera de todos los prejuicios.  Frente a Stoner, cualquier prejuicio se desvanece. 

El mote de “uno de los grandes hallazgos de la literatura de los últimos años” no suena ni sospechoso, ni marketinero. El vértigo con que la novela obtuvo notoriedad es directamente proporcional a su calidad: publicada originalmente en Estados Unidos en 1965, fue reeditada a principios de la década pasada y traducida a una veintena de lenguas.  Hijo único de una humilde familia de agricultores, la vida de William Stoner da un giro  cuando, en su primer año en la universidad, descubre la pasión por la literatura. En ese nuevo paisaje social, su adaptación será a través del saber. 

Pero la indolencia, la apatía con la que Stoner parece contemplar su propia existencia, el andar entre errático e inconsistente, nebuloso de sus días, no contrasta para nada con la empatía que genera. Con él se llega a tocar el cielo de la docencia, con él somos mancillados en nuestro matrimonio, con él sufrimos los horrores de la guerra, horadamos el honor por mantener una amistad, nos distanciamos de nuestro gran amor; con él callamos las palabras que exigen ser pronunciadas. 

Stoner ya tiene reservado un lugar en el anaquel de los clásicos de la novelística norteamericana como El viejo y el mar, El cazador oculto o La conjura de los necios.

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