Por Hernán Carbonel
No llegué a cursar Gráfica III con Martín Malharro simplemente porque no llegué a cursar el último año. Abandoné antes la carrera, un poco por mis propias incapacidades como alumno, sobre todo por la crisis de 2001, que dejó a buena parte de la ciudad de La Plata y al país entero mirando hacia el fondo del pozo.
Sí recuerdo ir hasta el final del famoso pasillo de calle 44, casi al borde de la escalera, y ver el mítico salón donde él daba clases, con sus máquinas de escribir ordenadas en cuatro o cinco perfectas hileras horizontales: bastaba pasar por la puerta de esa aula para saber que ahí se craneaban grandes cosas; la libido intelectual flotaba en el aire.
Pero sí me di el gusto de hacer un seminario de literatura policial con Martín. Y puedo decir que grande parte de lo que sé del género –que no es poco, porque hay que ser un poquitín necio para no apreciar la relevancia del policial como espejo de la sociedad en la que vivimos– lo sé gracias a Malharro.
Recuerdo sus tazas de café en el escritorio, el cigarro en la mano (¡en esa época se podía fumar en las aulas!), el bigote mostacho adelantándose por unos centímetros al resto del cuerpo. Y su voz: no me pidan que la describa; no podría; pero si volviera a escucharla, en medio de otras miles y miles de voces que he escuchado desde los ’90 hasta acá, la identificaría invariablemente.
De aquel seminario recuerdo más de lo que yo mismo podría creer. Voy con algunas:
El sabor amargo de la derrota en todo final de novela negra (eso está en Calibre .45 casi textualmente). La ubicación en la página de esa hermosa frase de El largo adiós que el Gordo Soriano usó para su Triste, solitario y final. La anécdota que el Tano Dal Masetto le había contado sobre Siempre es difícil volver a casa, la noticia que había leído en un diario de Río de Janeiro sobre un robo tipo comando en un pueblo cercano, mientras tomaba sol en la playa. Su preferencia por el hard-boiled norteamericano por sobre los entreveros en formato inglés. El enigma de El enigma de la calle Arcos, considerada la primera gran novela de género policial en Argentina, y el halo de misterio que rodeaba a su autor, ya que claramente Sauli Lostal era un seudónimo.
Y así podría seguir horas y horas.
Pero mejor, para terminar, una anécdota que contó en una de las últimas clases de aquel seminario, de pie en medio del pasillo, entre dos filas de bancos, de espaldas a la puerta, mientras por la ventana el sol entraba desde Avenida 44 y regaba la clase con un aura sugerente: no por tomar whisky como Raymond Chandler vas a escribir como Raymond Chandler. Primero escribí, después bebé. O bebé mientras escribas, pero escribí. Eso, o algo así, dijo. Había tenido Martín un amigo que había caído bajo la telaraña de esa falsa construcción, pero en vez de haberse convertido en autor novelas policiales, terminó como parrillero en un restaurante a la vera de la ruta cerca de Dolores.
No importaba si la anécdota era real o ficticia. Lo que importaba era que Martin nos estaba diciendo que no nos enamoráramos de los mitos; que escribiéramos sin mitificar la literatura ni mitificarnos a nosotros mismos.
Bueno, acá estamos, entonces, nosotros, leyéndolo a Martín. No tenemos una parrilla cerca de Dolores ni somos parrilleros, aunque cultivemos el sagrado rito de hacer asado; no nos convertimos en grandes autores del género policial y, a qué mentirse, cada tanto nos tomamos nuestros buenos wiskis, pero sí hay un hecho insoslayable, y es que aprendimos a leer el género policial con ojos que no serían lo que son si no hubieran pasado por los suyos.